El pueblo cofán: hijos del yagé y guardianes del bosque amazónico

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A veces la historia empieza antes de que alguien la cuente.


En la frontera líquida entre Ecuador y Colombia, allí donde la neblina parece tener memoria propia, el río Aguarico baja con un rumor que se confunde con los pasos de los ancestros. Es en ese territorio, mitad sueño y mitad cicatriz, donde vive el pueblo A’i, conocidos por el mundo exterior como cofán. Los cronistas coloniales los mencionaron de paso; los gobiernos los olvidaron por décadas; la selva, en cambio, nunca dejó de escucharlos.

Dicen en Dureno que si uno camina solo al amanecer puede sentir la respiración del bosque como si fuera un animal inmenso que despierta con pereza. Y dicen también que si uno no saluda al río antes de subirse a la canoa, el agua puede guardarle rencor todo el día. Estas precauciones no figuran en ningún libro de antropología, pero sostienen desde hace siglos esa cultura que resistió epidemias, caucheros, petroleras y mineros, y que hoy camina con la dignidad del que se sabe pueblo antiguo en un mundo que envejece demasiado rápido.

El territorio donde el bosque piensa

El viajero que llega por primera vez a Sinangoe cree, inocentemente, que ha entrado en el corazón de una comunidad pequeña. No imagina que pisa un territorio que fue alguna vez tan extenso como el propio horizonte, habitado por miles de A’i que conversaban con la selva como se conversa con un pariente muy viejo.

Los cofán no dicen que viven en la selva.
Dicen que viven con ella.

Las casas, levantadas en claros abiertos con delicadeza, no pretenden dominar el paisaje. Son más bien una pausa entre árboles. Desde ellas salen senderos que cambian cada tanto: si hoy están aquí, mañana desaparecen tragados por el follaje. Para un extraño, sería fácil perderse. Para los cofán, cada hoja tiene una dirección, cada grillo marca un desvío, cada piedra cuenta un secreto.

Y aun así, el mayor territorio que habitan no es físico sino espiritual: el espacio donde los vivos y los invisibles coexisten sin ceremonias de presentación.

A’ingae: la lengua que nace del agua

A un niño cofán se le enseña A’ingae antes de que aprenda a caminar firme; primero se le enseñan los sonidos del río. “El agua habla”, dice el abuelo, y el niño aprende que su lengua —ese idioma aislado que desconcierta a los lingüistas— crece como la corriente: se desliza sin empujones, rodea obstáculos, y sigue viva incluso cuando parece detenerse.

A’ingae quiere decir “en la manera de la gente”.
Y para los A’i, la manera de la gente es inseparable del bosque. Cada palabra nombra no solo un objeto sino también la relación que lo une con el mundo.

Hablar A’ingae es recordar.

Historias que se cuentan cuando la selva apaga la luz

Cuando el sol cae, la selva se enciende en otros sonidos. Es en esas horas en que los ancianos narran historias que vienen de tiempos en que los animales hablaban con más claridad que los humanos.

Enrique Criollo, uno de los narradores más respetados de Dureno, recopiló varias de esas leyendas para evitar que el olvido las devorara. En ellas, un tigre puede ser juez implacable, un pájaro puede ser mensajero del destino, o un espíritu del agua puede decidir si un hombre merece cruzar un río.

Los mitos cofán no son cuentos infantiles.
Son manuales de comportamiento, mapas éticos que advierten:
quien rompe el equilibrio del bosque, pierde su lugar en él.

Cofan Yage

Yagé: la bebida que abre el mundo

Pero ninguna historia explica por completo al pueblo cofán sin mencionar el yagé, ese brebaje sagrado que los taitas preparan con paciencia, silencio y rituales heredados desde un tiempo que los A’i definen como “cuando el mundo todavía no había terminado de acomodarse”.

El yagé no es una bebida.
Es una puerta.

En una noche de ceremonia, los hombres y mujeres se reúnen alrededor del taita. La olla humea como si guardara un trueno pequeño. Luego de beber, los ojos se cierran, pero lo que empieza a verse no son sueños: son mensajes, paisajes invisibles, advertencias, conversaciones antiguas que vuelven para guiar a quien necesita entender algo más hondo que sí mismo.

Somos de la cultura del yagé”, dicen con orgullo los cofán.
Y no es una frase simbólica: la medicina sagrada les enseña a ver el territorio desde adentro, a escucharlo, a comprender cuándo peligra y por qué. Muchos taitas afirman que sus visiones les mostraron amenazas mucho antes de que llegaran en forma de carreteras, dragas o campamentos mineros.

La historia que quisieron borrar

Los cofán han tenido que rehacerse tantas veces que su memoria es, en sí misma, una hazaña. Fueron casi exterminados en la época del caucho; luego, en los años sesenta, la industria petrolera abrió la selva como quien abre un animal para extraerle las entrañas. Vinieron derrames, enfermaron los ríos, murió la pesca, cambiaron los caminos.
El enemigo tenía nombres de empresa, siglas extranjeras y oficinas con aire acondicionado.

Pero la selva siguió de su parte.

En el siglo XXI, cuando la minería ilegal empezó a excavar las entrañas de su territorio, los jóvenes y los mayores se organizaron. Así nació la Guardia A’i Cofán de Sinangoe, una suerte de ejército sin armas que vigila el bosque con drones, GPS y una determinación que ni los abogados del Estado lograron intimidar.

Ganaron en tribunales lo que ya sabían en sus visiones:
el territorio es suyo porque saben escucharlo.

Y porque, como dijeron ante la Corte Constitucional,
un bosque sin cofán es un bosque condenado.

Un pueblo pequeño con un mundo entero en su interior

Hoy, los A’i cofán son apenas dos mil entre Ecuador y Colombia. Una cifra que para el Estado es estadística; para ellos, es destino. Cada niño que aprende A’ingae, cada mujer que enseña a sembrar la chagra, cada taita que entona un canto bajo el efecto del yagé, sostiene un universo que podría desaparecer si nadie lo defiende.

Pero el pueblo cofán no escribe su historia para el turismo ni para los libros de texto. La escribe para la selva, que es su único lector imprescindible.

En Dureno dicen que cuando un cofán muere, el río lo reconoce.
En Sinangoe dicen que cuando un niño nace, la montaña respira más hondo.
Y en todas las comunidades A’i repiten, como una oración y una promesa:

“Mientras haya yagé, habrá camino.
Mientras haya camino, habrá pueblo.”

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